© 2022 Yuriditzi Pascacio Montijo
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Laura era una mujer que deseaba con todos sus sueños tener un hijo. A diario hacía búsquedas exhaustivas en línea para encontrar la mejor opción; entre métodos de fertilización in vitro y niños en adopción no podía decidirse. Un día de estos encontró una página especializada en la adopción de niños indígenas, miró las fotos y se enamoró de una bebé rarámuri. Habló con su esposo, quién no quería tener hijos, y lo convenció de adoptar a esta niña. Hicieron todos los trámites necesarios y viajaron a la Sierra Tarahumara para cerrar el trato con la familia de la bebé. En la ranchería sólo quedaba su abuela, la madre de la niña había muerto durante el parto, el padre, desilusionado, había emigrado a Juárez en busca de trabajo y no tenía ningún hermano. La abuela, Usú, les dijo que les daba a la niña sólo si prometían que ella regresaría cada año a la sierra para conocer sus raíces, su tierra y su idioma. Los padres asintieron sin ninguna duda, pensaron que sería lo mejor para la educación de su futura hija. Así cerraron el trato de palabra con Usú, insistiendo en el compromiso de llevarla cada año de vuelta a su tierra.
Ariché, como la había llamado su madre antes de morir, era una niña de ojos muy grandes y redondos color ámbar como su cabello, que era excepcionalmente largo para ser un bebé. Laura y Enrique estaban deslumbrados con su belleza, cada día la mimaban, la educaban y se dedicaban a los deberes propios del cuidado de un hijo sin ninguna queja. Al cumplir un año, llevaron a Ariché a la sierra para visitar a la abuela y, así, cumplir con su promesa. Llegaron directamente a ver a Usú, quien tomó a la niña en brazos, y la llevó a pasear por la vereda, entre una casa y otra, deteniéndose finalmente bajo la sombra de un árbol, donde le contó sobre su madre: “Hace muchos años el sol y la luna eran dos niños que vivían en una choza sin compañía. El sol creó a la humanidad a partir del maíz. Formó una figura de hombre y le sopló tres veces para darle vida. Más tarde, moldeó a la mujer, a quien le dio cuatro soplidos pues necesitaría más fuerza para parir a sus hijos. Tú eres el engendro del cuarto soplo y llevas la vitalidad del sol contigo”, le dijo a Ariché, mientras la sentaba en el suelo; al tocar la tierra sintió como una energía cálida y sutil empezaba a fluir por sus manos hasta recorrer todo su cuerpo. Entonces, Laura, quien las había estado observando de lejos, tuvo una sensación de malestar y se acercó con rapidez para levantar a la niña alejándola de la tierra.
Los ojos de Ariché brillaban intensamente y su cabello había crecido más largo que nunca después de la visita a la sierra; sin pensarlo mucho, Laura, decidió cortárselo. Su vida continuó con los deberes del hogar, la educación de la niña y los viajes a Chihuahua. Cada año Usú le contaba una nueva historia a su nieta; le explicó sobre su misión como pilar del cielo y la tierra en el transcurso de la vida, que si como rarámuri no se respetaban las leyes de la naturaleza, el cielo se caería sobre el mundo. La niña lo tomaba todo naturalmente, sus responsabilidades y la lengua, pero sus padres empezaban a sentirse incómodos. Una vez la sorprendieron cantando las palabras de Usú: “We ne ‘inóma sewá aminá wasachí jawame”. Laura le preguntó por el significado y Ariché aclaró que era una canción que le había enseñado su abuela sobre las flores de México y su tarea de protegerlas a todas las que hubiera para que volvieran a florecer hermosas en los montes. Enrique se sorprendió por el tono tan formal como se había tomado esas palabras e intentó reírse de la supuesta tarea pero la niña le repitió que era su responsabilidad tal y como se lo había enseñado Usú.
A Laura y Enrique les preocupaba que Ariché quisiera dejarlos para regresar a la sierra y ellos no pudieran vivir con esa tristeza por lo que decidieron hablar con Usú en la siguiente visita a la ranchería. La abuela intentó calmarlos explicándoles que lo que ella le contaba a su nieta era la historia de su gente, sus orígenes, sus costumbres. Intentó convencerlos de que hablar la lengua sería una ventaja para la niña como hablar el inglés o cualquier otra. Para que pudieran olvidar por completo esa pesadumbre en sus cabezas, los invitó a realizar una raspa del jíkuri y los mandó por una vaca a la ranchería de a lado. Era el momento perfecto pues ya se había hecho la última cosecha del año, por lo que Usú habló con Sipáwame, el curandero de la región, sobre la inquietud en el alma de los padres de Ariché. El Sipáwame ya los esperaba y sin dudarlo pidió que se barriera el patio circular como una tortilla y se encendiera el fuego mientras él preparaba su raspador, el guaje y el peyote que la abuela y la nieta habían recolectado en el desierto de Wirikuta el año anterior. En el norte del patio se colocó una cruz y la vaca junto con otras ofrendas, el curandero estaba al sur, a su lado izquierdo, en el polo de la oscuridad, se situó Enrique con otros hombres de la ranchería y a su lado derecho, en el polo luminoso, estaban Laura y Usú sentadas con las mujeres; comenzando así el sermón inicial de la raspa.
A lo largo de la noche se celebró el ritual con la ingesta del peyote molido en aguaje y los bailes al ritmo de los cantos sanadores. El Sipáwame sahumó a Laura y Enrique para la curación, quedando rodeados por un aura de resinas aromáticas que se dispersaban por todo el lugar, entonces comenzó a raspar sus cerebros con la rama del palo de Brasil purificada provocando una vibración penetrante y armónica en sus cráneos que los indujo a un sueño profundo mientras un venado atravesó el patio. Los participantes se despidieron del jíkuri y finalmente, al salir el sol, limpiaron a los padres de Ariché con una manta humedecida. Usú y el Sipáwame miraban a Ariché jugar en la tierra mientras indagaban sobre la pesadumbre del alma de sus padres; no estaban seguros de la efectividad del jíkuri pero tenían la esperanza de que al despertar pudieran entender que la niña pertenecía a ese suelo y si se lo negaban, el sol y la luna no regresarían al cielo. Enrique y Laura no tenían más esa sensación en sus cabezas que tanto les había pesado, sólo hablaron de una inundación y un árbol gigante que sostenía al cielo. La abuela y el curandero sonrieron pues, aunque parecía que no comprendían su sueño, estarían listos para aceptar lo que vendría y, además, su alma no había perdido el camino.
En casa, Laura observó que los ojos de Ariché tenían un brillo incandescente y sus cabellos eran infinitamente largos, ya estaba segura de que esto tenía que ver con sus visitas a la sierra pero esta vez no se preocupó y tampoco se lo cortó como lo había hecho todos los años anteriores. En su lugar, decidió trenzarlo y mientras lo hacía pudo sentir una especie de electricidad como la que había notado la primera vez que la recogió de la tierra. Ariché le dijo a su madre que ese calor ligero que empezaba a meterse entre sus dedos era la fuerza del sol, Laura sólo asintió pensando que se refería a una historia más de Usú. La niña continúo contándole que el sol había originado a los rarámuri a partir del maíz; la mamá, entonces, recordó el árbol que había soñado después del raspado del jíkuri y le preguntó a Ariché si su abuela le había contado algo sobre una inundación. Sí, después de la inundación se creó la familia de la abuela, contestó la niña, para acompañar al sol y la luna, para sostenerlos en el cielo.
Hacía trece años, al atardecer, la madre de Ariché había muerto de sed durante el parto. La sierra estaba casi erosionada por el uso ilegal del agua por los chabochis, lo que había ocasionado que el sol y la luna se desplomaran sobre la tierra y que la gente, como las flores, murieran deshidratadas. “El señor de la oscuridad, molesto y envidioso de los rarámuri, creó una figura de ceniza a la que le dio un soplo para vivir y así nació el chabochi u hombre blanco.” Ariché era el último rayo de luz antes de terminar el día, por lo que Usú le había prometido a su mamá que cuidaría de ella para que lograra cumplir con su misión de rarámuri. Para esto, fue necesario darla en adopción pues en la sierra no había las condiciones mínimas de sobrevivencia y aunque su plan había sido arriesgado, siempre tuvo la certeza de que la niña regresaría atraída por la fuerza del sol.
Ariché regresó por treceava vez a festejar su cumpleaños, era un día cálido de primavera, el patio del curandero estaba preparado y la música se oía por todas las veredas. Laura y Enrique estaban sorprendidos por los preparativos, ellos esperaban una comida tranquila en casa de Usú, en cambio, Ariché se dirigió directamente al patio y comenzó a bailar, sus ojos empezaron a brillar como el sol y su cabello comenzó a crecer aun más cubriendo todo el lugar, metiéndose entre el suelo. La música se detuvo y la gente se reunió alrededor de la niña para ver lo que ocurría, el Sipáwame y Usú también estaban ahí, su madre intentó tomarla pero los cabellos parecían haberla anclado firmemente al suelo y ese calor sutil que habían sentido antes volvía a recorrer todo su cuerpo, esta vez con más fuerza, lanzándola contra el suelo. Entonces se inició la metamorfosis, los cabellos de Ariché eran cada vez más fuertes y largos, entretejiéndose con la tierra como una cobija de lana, su cuerpo se volvía firme y áspero y de sus brazos y piernas salían ramas con brotes de hojas de un tierno verde que rápidamente maduraba. Laura comenzó a llorar provocando el llanto en los demás, lo que inundó la ranchería y permitió que Ariché enraizada en la tierra, sostuviera al sol y la luna en el cielo volviendo el equilibrio entre las cosas de arriba y las de abajo.